En el Bingo Belgrano Lidia y Ernesto tachan números
frenéticamente. Uno al lado del otro, todavía no hablaron. Lidia dejó el
cortado a medio tomar y Ernesto le entra al whisky en las rocas. Entre los dos
suman seguramente casi ciento sesenta años. El tiene un chaleco de pescador y
una colita de pelo blanco finito como hilo. Ella usa los labios delineados con
un color más oscuro que el rouge y una permanente en rojo furioso. Es una mala
racha para los dos en un sábado insulso. Ernesto pide tres cartones, ella solo
uno. Sus manos se chocan cuando van a agarrarlos y una pequeña descarga
eléctrica les recorre los dedos. Se miran asustados, después se relajan y
sueltan una carcajada. En la siguiente jugada el bolillero parece girar más
rápido y los números se alinean en patrones extraños.
Los cartones de Ernesto y Lidia se van
oscureciendo al unísono. Sale el sesenta y siete, seis siete, y Ernesto canta
línea. Han cantado línea! anuncia la locutora. Lidia lo felicita con un
golpecito en la espalda. La sucesión imparable de bolillas abruma a sus vecinos
de mesa pero no a ellos.
Ya salieron cuarenta números y nadie cantó
Bingo. A Lidia le faltan el trece, el treinta y cinco y el noventa y dos. Le
dice bajito a Ernesto: si gano te invito a tomar algo. Ernesto acepta con los
ojos chispeantes. Ahora le falta solo el noventa y dos y a Lidia le sudan las
manos. El fibrón le amaga ansioso pero lo contiene cuando sale el noventa y
tres. En eso un crack interrumpe a la locutora y una bolilla desquiciada se
dispara al aire. Se escurre entre los brazos de la asistente, rebota en un
peluquín y empieza a rodar por el piso. Desde todas las mesas siguen el
derrotero del número atrevido. Hasta que Lidia lo detiene con la punta de su
zapato Lonté. Lo levanta a la vista de todos y grita Bingo! Salta y grita desaforada,
corriendo hacia los jueces, es el 92, tengo cartón lleno, bingo, bingo!!!
El murmullo comienza a contagiarse viejo a
viejo, mesa a mesa y en segundos se arma un revuelo fenomenal. Una masa de
jubilados indignados se abalanza sobre el podio para quejarse. Lidia va segura
hacia la caja, ignorando las miradas envidiosas, y cobra $712. Vuelve hacia la
mesa, agarra su abrigo y le dice a Ernesto: vamos? Los ojos del viejo canchero
parecen dos huevos fritos. Si, sí, claro, le contesta y se levanta diligente.
Detrás de ellos la multitud complota.
Lidia sale, para un taxi y se suben los
dos. Los indignados los siguen con sus autos. Lidia y Ernesto llegan a la calle
Moldes y Sucre. Tocan timbre en una pequeña entrada con una fuente decorativa
sin agua. La puerta de vidrio oscuro se abre. Hay gente esperando en la
recepción. Un hombre les habla detrás de una ventanita polarizada. Lidia le
entrega $300 del botín del bingo y agarra la llave. La habitación está en el
tercer piso. Lidia le dice que se ponga cómodo mientras ella se arregla en el
baño. Ernesto no entiende muy bien lo que está pasando pero su instinto se
encarga de todo. Se saca el chaleco y las zapatillas. Se sienta y sintoniza la
música con las perillas al costado de la cama.
Lidia sale con un deshabillé rojo
transparente, sin ropa interior. Su cuerpo es más joven que su cara. Tiene
tetas modestas pero paraditas, con pezones alertas. Una cintura de avispa
ceñida con un cinto de raso y un pubis a la brasilera. Camina descalza hacia
él. Ernesto deja el viagra que no llegó a tomar en la mesita de luz mientras
trata de recordar cuántos whiskys se mandó.
Mientras tanto desde la recepción llega un
barullo a quilombo. Los viejos vengadores entraron en malón y le exigen al de
la ventanita que les diga en qué habitación está la pareja de tramposos. El de
la ventanita llama al dueño, que está en una orgía en el quinto piso.
Lidia sube la música y se sienta con las
piernas abiertas sobre Ernesto. Le inspecciona la cara, le tira de la colita
con fuerza y le recorre la jeta con la lengua. Comienza a montarlo como un
padrillo a una yegua desprevenida. La resistencia de sus cuádriceps es tan
admirable como el vigor de Ernesto. La cama chilla, ocultando el griterío de
abajo. La turba se escabulle y empiezan una pesquisa cuarto por cuarto. Para
cuando llegan al segundo piso Ernesto se aproxima al apogeo. El cabello de
Lidia pareciera alargarse y enredarse alrededor de los brazos y las piernas del
hombre y su piel se hace más tersa y brillante.
La comitiva de ancianos logra entrar en la
habitación de al lado y escuchan el quejido de los resortes. Ernesto se contrae
en un calambre de placer que inunda las entrañas de Lidia, rejuveneciendo su
útero, su estómago, sus pulmones de fumadora empedernida. Ernesto abre los ojos
desconcertados por el éxtasis. Siente como su carne se marchita y su piel se
pega cada vez más a los huesos. Cuando cae de espaldas sobre el colchón la
puerta se abre y entran los diez viejos, el de la recepción y el dueño del
hotel, con el látigo que se trajo de la fiesta. El viejo cadavérico yace con
los pantalones por las rodillas. La ventana está abierta de par en par y el
deshabillé rojo vuela a lo lejos.