jueves, 28 de junio de 2012

PIÑA SUBTERRÁNEA


Por segunda vez, el lector magnético descuenta del Subtepass de Eugenia los dos pesos con cincuenta del pasaje. Pasa el molinete, baja las escaleras y camina esquivando a las personas que recién salieron de la formación. Entra al vagón, se sienta y respira hondo. El Rivotril sublingual todavía no le hizo efecto: su locutora interior no se calla. Pero ahora la ignora, porque a su lado toca el bongó la morocha bonita que vio la otra vez. De nariz parecida a la suya, con esa colina apenas pronunciada que no la hace ganchuda y hasta le da cierta personalidad. Los movimientos de sus manos son de una sencillez que para Eugenia resulta envidiable. Una cadencia que combina perfectamente con su sonrisa de artista hippie. Si Eugenia tuviera el valor necesario esperaría a que terminara de tocar y la invitaría a tomar algo. Arriesgarse a que la morocha se espante bien valdría la pena, piensa. Como el Rivotril sigue sin hacer efecto tiene los latidos a mil por hora y se siente osada. Cuando la chica pasa con la gorra Eugenia le pregunta de dónde es. La chica la mira intrigada, le dice que es chilena y en seguida se escapa hacia el otro vagón. Eugenia se siente frustrada porque sabe que perdió una oportunidad irrepetible. Sólo ha logrado un insignificante intercambio de palabras, tan esperanzador como triste, que sin embargo consigue domar un poco el murmullo en su cabeza.
Hace veinte minutos, Eugenia esperaba en el andén central de Constitución a que la puerta del subte se abriera. Ya había calculado que el tercer vagón era el más adecuado para salir cerca de la escalera mecánica en 9 de julio y ahora pensaba en la estrategia para entrar primera. Se regocijaba con la promesa de un asiento seguro. Su mirada rutinaria se había fijado en la masa de gente que estaba a punto de bajar por la puerta contraria. Al sonar la alarma, un malón ansioso comenzó a descender. Eugenia vio justo frente a ella, a través de su puerta que todavía no se había abierto, un gancho decidido y preciso, como para knock-out, que caía sobre la nariz desprevenida de una chica cualquiera. El gris de la escena en movimiento se tiñó de rojo intenso, chorro rojo denso, de película de Van Dame, pensó Eugenia. Algo le estalló entre el pecho y la garganta. Se le aceleraron los latidos potenciados por el ritmo imperturbable de la marea humana. Dos segundos más tarde la puerta de su lado se abrió, pero ella, pasmada, no pudo entrar. Vio a la chica con el rostro ensangrentado. Lloraba y le imploraba algo a un hombre de unos 30 años, que la empujaba con violencia. Ella no se defendía, sólo era arrastrada por la corriente.
Como tantas otras veces, un fervor mesiánico invadió a Eugenia. Era una mujer orgullosa que no temía exponerse a situaciones de riesgo. Al contrario, ansiaba el momento en que alguien le diera la excusa para salir en defensa de un oprimido, aunque éste no quisiera ser salvado. Cuando tenía que imponerse frente a la autoridad sentía en sus entrañas la fatalidad de la acción. Como una especie de calambre sordo en la boca del estómago, el sentido del deber le subía por la laringe y las palabras le brotaban combativas, dispuestas a morir en combate. Aunque Eugenia nunca lograba ese tono firme y entero, sin quiebres temerosos, que hubiera querido para esgrimir sus argumentos. Intentaba compensar esa falta inflando su pecho y levantando el mentón, con esa pose de marimacho que le reponía cierta confianza.
Sin perder de vista a la pareja, Eugenia se dio vuelta para perseguirlos y comenzó a correr por su andén, en paralelo a ellos. Tenía miedo de perderlos entre la multitud. Se chocó contra un hombre que la miró molesto pero ella siguió su marcha frenética. Subió las escaleras, segura de que la pareja las subía también del otro lado de la valla. Llegó a los molinetes unos segundos antes que ellos y vio que del otro lado había un policía desgarbado que caminaba sin interés. Cuando la pareja se disponía a cruzar, Eugenia le gritó al policía: ese tipo la acaba de cagar a palos!  El policía levantó las cejas y, molesto,  encaró al hombre. Él se pavoneó desafiante frente al policía, pero de pronto se dio vuelta, miró a la chica irritado y le dio un castañazo de revés.
Eugenia  sintió el impulso de abalanzarse sobre el hombre pero el cuerpo se le retobó. Si bien había sido la única de toda la estación en actuar, se sintió cobarde. Se sintió como uno de esos curiosos del morbo que se detienen para ver los accidentes. La chica era una de las tantas paqueras que pululan por Constitución. Eugenia lo sabía bien pero igual pensó que la estaba prejuzgando. Entonces se le apareció ese pensamiento infiltrado: “si está metida en esa, es menos víctima, ella se lo buscó”. Movió bruscamente su cabeza, negando un par de veces, para exorcizarlo. Logró sacárselo de encima. Se acercó a la chica. Sus manos la delataban, ennegrecidas por el hollín y las quemaduras, recuerdos del metal incandescente, la virulana y la pasta base made in Zavaleta. Las calzas medio caídas y una remera demasiado ajustada y corta dejaban al descubierto su estómago mórbido. Él, en cambio, iba bien vestido, zapatillas nuevas y campera Adidas. Ella le rogaba que le devolviera el celular y él la acusaba de regalada.
Perdida, Eugenia miró alrededor y buscó una complicidad que no encontró en nadie. Le exigió de nuevo al policía que detuviera al hombre; el policía acarició su arma reglamentaria y la miró a Eugenia con sorna. Finalmente sujetó los brazos del hombre por detrás, miró a la chica y le preguntó si quería denunciar a su novio. Dejálo, no le hagas nada, dijo ella mezclando lágrimas y sangre. Dejálo, escuchó Eugenia con reverberación y sintió que la escena se le alejaba, se deformaban los contornos y todo se confundía. Si hubiera podido zamarrear a la chica le hubiera gritado que era una deshonra para el género. Sin embargo, no pudo hacer más que mirarla, como si fuera a convencerla de rebelarse. Pero la chica sólo quería que él la perdonara. Como si nada hubiera pasado, el policía se desentendió y la pareja se fue por la escalera que daba a la calle Brasil.
Con los ojos hipnotizados por tres gotas de sangre que habían quedado en el piso, Eugenia se dio cuenta de que era la única que seguía en la escena y la única que la recordaría. Giró hacia los molinetes y sacó nuevamente el Subte Pass.

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