domingo, 14 de junio de 2020

Señor Padrino

Los fines de semana con mi viejo la salida era formar parte del séquito de mi padrino. No de El Padrino a lo Coppola, más bien mi padrino el prestigioso psicólogo científico Serroni-Copello.
Este que abajo describe el viejo garca como un interrogador del calibre del Ángel de la Muerte es mi padrino de bautismo, el mismo que empezó siendo el terapeuta de mi viejo cuando todavía era Montonero y lo atendía en el departamento frente al Hospital Militar donde varios años después viviríamos nosotros. Admirable estrategia de cooptación y neutralización del enemigo desplegada por un hombre formado en el liceo militar.

Epílogo (Por Mario Bunge)

El Dr. Serroni Copello me sometió a un hábil interrogatorio. Tan hábil, que me arrancó algunas confesiones que ni siquiera el Comisario Lombilla o el Teniente Astiz me habrían hecho cantar al compás de la picana eléctrica. Si yo fuese naturalmente cauto, o hubiese tenido siempre presente que mi interrogador es un psicólogo, no habría caído en algunas de las trampas que me tendió y, por consiguiente, no habría dicho algunas cosas que pueden haber ofendido a personas que estimo.

martes, 12 de junio de 2018

Vegetando



El funcionario N° de Legajo 9123 sintió que unas pequeñísimas agujas le pinchaban las plantas de los pies. Trató de no darle importancia, pero era tal la incomodidad que no podía concentrarse en los formularios que debía terminar de leer. Sus compañeros de isla comenzaron a notar que algo no andaba bien y cada tanto le pegaban una mirada de reojo, cogoteando por arriba de los CPU para entender qué lo inquietaba tanto. La picazón se le hizo tan punzante que se levantó y fue caminando, como pisando huevos, hasta el baño. Se sentó en uno de los cubículos, se sacó los mocasines a los apurones, se quitó las medias y allí las vio. Diminutas, casi transparentes, despuntaban las raíces y se enredaban en un contoneo rizomático. Desde los talones, desde el arco y hasta desde las comisuras entre los dedos aparecían las muy malditas. El funcionario quedó entonces perplejo. No entendía cómo algo tan desagradable podía estar pasándole a él, que siempre se lavaba los pies con Espadol a la mañana y a la noche. Recordó en ese momento algo que no parecía venir al caso pero que sin embargo le resonaba como rumor epifánico: ese día él cumplía treinta años como empleado de planta del Instituto. Treinta años de pulcro presentismo, de expedientes girados, de charlas sobre nimiedades. Treinta años de monótona fidelidad a la función pública.
Cuando se quiso dar cuenta le estaban tocando la puerta del baño para ver si se encontraba bien. Salió medio atolondrado y bromeó sobre su colon irritable y lo mal que le caían las berenjenas al escabeche que preparaba la escuálida de Mesa de Entradas. Volvió a su escritorio, pero no pudo retomar la lectura de los formularios, menos que menos contestar los expedientes que tenía atrasados hacía varios meses. Una y otra vez volvía la espantosa y desesperante idea de estar convirtiéndose, finalmente, en potus. Los primeros años de trabajo en el Instituto solía exagerar con sus amigos sobre su predecible cotidianidad en la oficina y muchas veces había elegido la analogía vegetal para describir a sus compañeros funcionarios. Recordaba que siempre tomaba de punto al funcionario N° de Legajo 6872 porque todo su día consistía en escanear informes. Era, como le encantaba bautizarlo, un escáner humano. Sin embargo, debía reconocer que ese funcionario había desarrollado cierta destreza en quitar ganchitos metálicos, separar las hojas, colocarlas boca abajo sobre la bandeja, oprimir el botón, escuchar el tenue zumbido del escaneo, volver a juntar las hojas y abrocharlas definitivamente para ser guardadas en una de las tantas cajas de archivo de informes sociales. Pero ahora que recordaba, el escáner humano tenía también la tarea de enviar el Excel con las asistencias y ausencias, por lo que diariamente, cerca del mediodía, repetía la misma pregunta a quien tuviera más cerca: ¿Fulanita, hoy el parte todo igual no? 
La sola presencia de los funcionarios potus, hace treinta años, le resultaba asfixiante. Sobre todo, le enervaba como podían convertir asuntos intrascendentes en verdaderas catástrofes bíblicas, como aquella vez que subió el coordinador de Orientación al Público para corroborar a qué área correspondía cada interno y así poder derivar los llamados a las personas adecuadas. Tal atisbo de eficiencia indignó a sus compañeros de sector de tal forma que se pasaron una semana criticando al pobre tipo que había osado venir a interrogarlos sin la orden del superior inmediato. Luego de ese episodio el funcionario de Orientación terminó pidiendo el pase al sector de Archivo porque todo el primer piso se había complotado para quejarse cada vez que derivaban un llamado.
Absorbido por la rumiación en el pasado estuvo unos cinco minutos mirando sin entender a la funcionaria N° de Legajo 4509 que se había acercado a hablarle. Sus labios se movían histriónicos, pero él escuchaba deformidades distantes como debajo del agua. Recién cuando la aparatosa funcionaria le pasó un mate, el funcionario salió de su transe y comprendió que la mujer estaba furiosa porque la Subsecretaria no autorizaba aún su nombramiento como responsable de un nuevo Departamento. Que cómo podía ser que los técnicos tuvieran su digno Departamento, pero ella siguiera dependiendo de la Gerencia Operativa sin el debido reconocimiento a su antigüedad y constancia. Que siempre pasaba lo mismo con las nuevas gestiones, las autoridades cambiaban y así pasaban los años sin subir su merecido escalafón en la escalera burocrática. Se sumó entonces el funcionario N° de Legajo 5412 para agregar indignación a la cháchara, recordando aquella vez en que el Subsecretario anterior había nombrado una persona de su confianza en el puesto que le correspondía a él. A pesar de la enfermiza sensación de estar brotándose por los poros más indeseables, el funcionario N° de Legajo 9123 se las arregló para participar del chismerío como había hecho con particular esmero durante tantos años. Cuando miró nuevamente el reloj en la computadora eran ya las 14:30 y faltaba solo media hora para el final de la jornada, por lo que el éxodo había comenzado. Sin atinar a emprender la retirada se pasó diez minutos mirando la playa paradisíaca que tenía de fondo de pantalla. Luego el funcionario acomodó sus papeles prolijamente en su cubículo, se colocó el tapado y la bufanda, guardó veinte expedientes polvorientos en su portafolios y se dirigió lenta y penosamente hasta el Área de Adjudicaciones. Allí buscó al funcionario N° de Legajo 4210 y lo encontró en uno de los escritorios del fondo tomando mate con la gente de Regularización. Se le acercó y en voz baja, como para que no escuchara el resto, le entregó los expedientes con la recomendación de elevar la comunicación oficial para darle curso a las solicitudes. Después de todo los beneficiarios ya habían esperado cinco años y le parecía un tiempo razonable. Luego de bromear sobre el nuevo Subsecretario se tomó un par de mates, comió un librito recién horneado y siguió su rumbo por el pasillo de Escrituraciones. Abrió la puerta de emergencias con su huella dactilar, subió los cuatro pisos y salió a la terraza. Colocó el portafolios en la banqueta de fumadores, se sacó el tapado y la bufanda y los estiró prolijamente. Sacó de su bolsillo un atado de Virginia Slims, prendió un cigarrillo y se demoró un par de minutos pitando mientras observaba a los de Caratulaciones a través de los ventanales del tercer piso. Tiró la colilla al suelo y la estrujó con la suela de su mocasín hasta desarmar el filtro. Luego se acercó a la baranda, se ajustó la corbata y se tiró.



La mosca en el escote


A la altura de la estación Palermo de la línea D a Liliana se le metió una mosca por el escote. En realidad no llegó a darse cuenta de si se trataba de una mosca o de una de esas hormigas voladoras no muy habilidosas con el aleteo.  Lo primero que pensó fue que el insecto encontraría por sí solo la vía de escape, por donde había entrado, pero no pudo estar más equivocada. Sintió entonces el despuntar del pánico. Atinó a meter su mano bruscamente en su pecho para ventilar la remera y sólo logró quedarse prácticamente en tetas. Ya hacía varios días que había dejado de usar corpiño. Miró avergonzada al hombre gris que la había estado observando un rato antes. Como se imaginaba, él se había percatado de la embarazosa situación. Liliana no pudo evitar reírse de sí misma y desatar una lucha frenética contra la mosca.
Esa mañana había suspendido a todos los pacientes por tiempo indefinido. Problemas personales, alegó. El hipocondriaco y el suicida eterno se enojaron. Le gritaron que estaba haciendo abandono de persona, que la iban a denunciar. Ella les dijo que los derivaría a un colega de confianza, les cortó y apagó su celular.
Por su esternón bajaba un cosquilleo de patas minúsculas que dibujaban un recorrido desorientado. Aún con una sonrisa incómoda, Liliana intentaba espantar al bicho abanicándose espástica bajo la remera. Miró de nuevo al hombre gris. Era Raúl, el gerente con ataques de pánico, que la escrutaba con malicia. ¿No te parece un poco exagerada la reacción?, le dijo él. Ella asintió descolocada. Él se puso los lentes y sacó un pequeño anotador de su portafolio.
Estaba aprisionada entre un gordo con sobretodo y una mujer con una nena hiperactiva sentada sobre ella. La claustrofobia amenazaba. El hormigueo se convirtió en un picor constante que se acercaba peligrosamente a su axila. Por acto reflejo, levantó el codo izquierdo, como aleteo de gallina, y golpeó al hombre de sobretodo. Debía estar abstraído en algún mail de trabajo, porque nunca levantó la vista de su Blackberry. Seguís teniendo problemas para reconocer cuando agredís al otro, ¿te das cuenta?, le preguntó Esther, el ama de casa con delirios místicos, que estaba sentada en la otra punta del vagón. Estuvo a punto de responderle que no era cierto, pero se detuvo a tiempo. El sudor era inminente. Cada roce del insecto aceleraba la formación de pequeñas gotas. Ya podía oler el tufo nervioso que se difundía en olas expansivas por los movimientos histéricos, que sólo lograban que la mosca se internara más y más.
Cuando la sintió justo en su axila sus nervios se crisparon. Recordaba demasiado bien aquel documental de National Geographic que mostraba, en algún país de África, personas colonizadas por insectos que aprovechaban las heridas para instalar sus asentamientos mugrosos y poner cientos de huevos. Al convertirse en larvas se alimentaban de la carne podrida que nunca lograba cicatrizar. Recordó también que en el trabajo anterior una vez tuvo que buscar cómo se denominaba científicamente esa asquerosidad, para ponerlo en el informe social de una familia que vivía en situación de calle. Una de las nenas de la pareja en cuestión tenía literalmente un agujero en la cabeza, con pequeños puntos blancos. “La niña presenta una miasis avanzada que evidencia malas condiciones de higiene y negligencia de los padres”, había informado a su supervisora.
Ahora Liliana no se reía más de ella misma ni de nada. Solo la relajaba un poco estirarse las pielcitas del labio inferior hasta arrancar a las muy malditas. Aunque era consciente de que la mosca ya debía haber escapado o muerto ahogada en transpiración, estaba tan sugestionada que no podía dejar de sentir los microscópicos movimientos del pobre bicho errante.
Alguien le tiró una cajita de Beldent. Debe ser la vendedora ambulante que sube siempre en Scalabrini Ortiz, pensó. Cuando vuelva a pasar le va a decir que no puede andar tirándole chicles a la gente. Pero si mastica uno quizás se olvida de la mosca insidiosa. Sacó diez pesos de la billetera. La mujer parada al lado de la puerta estiró la mano y le dijo que mejor se los de a ella los diez pesos, que le puede leer las líneas de las manos y lo blanco del ojo, todo por el mismo precio. Era la gitana que le derivó su colega y ex marido, como parte de la división de bienes. ¡No seas maleducada!, le respondió Liliana entre dientes. La mujer con la nena hiperactiva, sentada a su derecha, la miró ofendida y le dijo que se metiera en sus asuntos, que su hija estaba muy bien educada. Le siguió hablando sobre modales pero para Liliana era una blablabla en segundo plano, la banda sonora del documental sobre la mosca africana. Apretó fuerte el brazo izquierdo contra sus costillas para atraparla en su axila inundada, conteniendo la respiración durante doce segundos. Cuando se empezó a marear aflojó los músculos.
Nada, nada, na...pica! Exasperada, tomó una decisión límite. Comenzó a revolver su mochila, sacando libros y cuadernos que tiraba sin pensar en el regazo del hombre de sobretodo, y finalmente sacó un desodorante Impulse. Lo miró con sonrisa victoriosa y se echó una larga y vaporosa perfumada debajo de la remera. No sentía más el cosquilleo. Esperó unos segundos para asegurarse y seguía sin sentirlo. Con los ojos resecos, pero contenta, notó las miradas de los pasajeros. Observó a Raúl y Esther como policías de la Inquisición, y aún conforme de sí misma, guardó las cosas desparramadas, se arregló la ropa, y esperó que el subte llegara a la estación Facultad de Medicina, para internarse en la clínica neuropsiquiátrica.

domingo, 4 de febrero de 2018

Semillas voladoras

A las nueve de un domingo despertó y las cigarras lo condenaron a despegarse los ojos lagañosos. Yo, que siempre fui amo de las profundidades de sueños con lamparones y sábanas chivadas, ahora soy un viejo madrugador más, pensó. Salió al balcón, colocó un par de almohadones mullidos en la silla de metal y se sentó en pelotas, de culo a la calle. Apoyó los pies en la banqueta y encendió el troncho que había quedado de anoche. Como siempre, se le incendió un poco pero pudo apagarlo con gracia, total de abajo nadie lo veía. Sus labios abrazados al filtro absorbieron la historia y las entrañas de la maría se encendieron rojo vivamente rojo solo para morir inevitablemente en cenizas al ritmo de la luz cenizas que penden de un hilo
                                                      etéreas.

El dolor que tenía clavado en su cuello entumecido se fue disipando sin que se diera cuenta y por primera vez se sintió Kalanchoe. Creciendo desde una semilla galopante del viento decidí detenerme en la cornisa de su balcón. Entre el óxido de la reja cuadriculada y la cal descascarada, sin más tierra que el polvo acumulado. Ya soy cinco hojitas gordas y puntudas que gritan al vacío YO SOY KALANCHOE. 
El rojo aparece y desaparece tras la ceniza grisácea ennegrecida, como un juego de luces enmarañadamente escandalosas. Así vuelvo a ser Kalanchoe, sigo creciendo con un tronco cada vez más grueso y suculentas hojas cóncavas con cascabeles adornándome y me estremezco en un estornudo liberador de obscenidades que eyaculan mil semillas al vientre del viento. Volamos por la ciudad un domingo tempranísimo fisgoneando balcones olvidados. 

miércoles, 10 de enero de 2018

Helga la Grande

- La Gobernadora me mira tan sinceramente. Y es tan frágil, delicada...pero fuerte a la vez. No le teme a nada con tal de luchar contra las mafias. Pero cuida de su familia igual. Bueno, el marido se le fue pero ella se hace cargo de sus hijas. Es una leona luchadora, todo un ejemplo para mis nietas.Es como una ama de casa en el gobierno, como si fuera yo...

- Mirta! Alcánceme el caldito por favor!..y la bandeja!

El sol rebota en la plata dibujando crisoles en los ventanales del despacho. La Gobernadora mezcla con la American, emprolija, vuelve a mezclar y a emprolijar. Arma níveas lineas y aspira con estilo y un dolar enrollado. Sus pupilas se dilatan, agita bruscamente su cabeza de lado a lado y golpea el escritorio de roble con el puño cerrado, al tono de un sapucay improvisado. Mirta se lleva la bandeja a la cocina y continúa cotorreando con su comadre.


lunes, 25 de diciembre de 2017

Oda a la mar en Camboriú (en proceso)


Lejos nacen las ninfas
crecen ellas rallentadas
orquestan sus voces y 
tronan juntas en canon.

Sus armas espumosas,
alunados soplidos de 
Iemanjá poderosa,
verdáceas amazonas,
arrasan todo a su paso.

Se agolpan iracundas
borbotonan la playa 
y mueren desarmadas,
suspirando retirada,
deshacen mi estructura
y succionan mi savia.

martes, 19 de diciembre de 2017

Hechos Orquestados



limones agudos
             sordinas de pañuelos 
                                     adagian las remeras
                                                                gases en sol
                                                                                     ardores
                                                                                                 lluvia de piedras  

                                                                                                                           parapetados 
                                                                                                                                         lluvia de balas 
                                                                                                                                     corridas                                                                                                                                                   gritos
                                                                                                                      ojos
                                                                                                   sangrantes