lunes, 24 de septiembre de 2012

LA GRIETA DE DOLORES

Acá les dejo una interpretación ficcional, aún en desarrollo, de la historia detrás de esta escultura que pueden ver en una de las bóvedas del cementerio de la Recoleta, que ahora pertenece a la familia Orfali. Ellos compraron el panteón, que antes se encontraba abierto, a otra familia que no se sabe con seguridad quiénes eran. 
La primer foto es de la escultura como se la ve actualmente y la segunda es como supuestamente era a finales del siglo XIX, tomada de la colección Witcomb. Según la descripción de ésta última sería la tumba de C.A. Cranwell.

Banda de sonido, Gnossienne n°1 de Erik Satie:







Que derroche de dinero, hacer en Milán la escultura para nuestra tumba. Está en la Recoleta, al lado del panteón de la hija de Cambaceres, la que enterraron viva. Con la mitad de lo que costó semejante obra, Carlos podría haber mandado a refaccionar todo el depósito de la botica. Nunca me pareció que tuviera sensibilidad estética, pero hay que reconocerle que le dio buenas indicaciones al artista italiano.  Por lo visto es una virtud que siempre mantuvo oculta. Aunque la verdad es que no llegué a conocerlo mucho a Carlos. El pobre hace cinco años que nos viene a visitar todas las semanas, y se queda parado, inmóvil, un largo rato, recorriendo cada pliegue de mi camisón. Ojalá que se le olvide la última imagen y nos recuerde así, de mármol.

El diez de septiembre de mil ochocientos sesenta y tres, lo enfrenté a Carlos mientras él contaba lo recaudado. Le dije que bueno, que aceptaba su proposición de matrimonio. Le dije también que durante estos dos meses había reflexionado mucho y había llegado a la conclusión de que no encontraría a nadie con quien me llevara tan bien y que además no me hiciera problemas por trabajar. Si, aun mejor, él quería que yo trabajara, porque hacíamos una buena dupla para atender a la gente. Y a pesar de que yo lo había rechazado dos meses atrás, aceptó casarse conmigo sin hacerme ninguna pregunta, sin la menor duda en sus gestos. Sacó el mismo anillo que me había ofrecido, cuando se declaró en la fiesta de mi cumpleaños, el catorce de julio. Desde ese día lo tenía en el bolsillo del saco, por si yo cambiaba de idea.
 Durante esa fiesta me había empecinado con descifrar un olor. No era un aroma, era un olor prosaico, casero. Después de rechazar a Carlos, subí para alejarme de la gente y ahí estaba de nuevo, más cerca. Repollo. El Padre F., que justo salía del baño, me miró desconcertado. ¿Lo dije en voz alta?, le pregunté. Si, querida, me dijo él. Era el mismo Padre F. entonces, el que olía a repollo con vinagre. Y me acordé de aquel día: repollo, Camila, sexo, repollo, Camila, sexo, repollo, Camila, sexo…
Tengo 15 años y estoy ayudando a mi mamá a preparar el repollo, parada junto a la mesada de la cocina, cuando abre la puerta el padre F. Mi mamá deja de cortar la cebolla y queda inmóvil frente a él, con el cuchillo en la mano. Ella le dice que cómo puede ser, que Rosas mande a matar a Camila con una panza de 8 meses, que si a él no le importa que la chica sea como de la familia. El Padre F. me mira de reojo y le responde a mi mamá que no puede dejar que una libertina ensucie el honor de la abnegada comunidad irlandesa, que él mismo debe dar el ejemplo de justicia salomónica y apoyar la decisión del Restaurador. Que si Camila tuvo el valor para pecar como lo hizo, entonces lo tendrá también para recibir estoicamente las balas. Mientras habla, el padre F. corre una de las sillas y se sienta al costado de la mesa de roble. Carraspea. Mi mamá deja el cuchillo y le alcanza una baguette y un pedazo de queso. Él agarra el queso, raspa parte de la cáscara y lo olfatea varias veces, arrugando la nariz aguileña. Los pelos negros, largos, sobresalen de sus narinas. Cuando termina de olerlo, parte el queso en dos. Se santigua con el pedazo que tiene en la mano derecha y le da un mordisco. Se lleva la baguette a la boca, mastica. Por entre la mezcla pastosa de queso, pan y saliva se escucha su voz deforme: una impúdica, una mujer diabólica, que no se conformó con ensuciar su propio cuerpo, tuvo que pervertir un hombre de fe, dice. Cuantos más detalles da el padre F., más se me viene una sensación ahí abajo. Tengo que apretar las piernas para calmarla. Como en la fiesta de comunión de uno de mis hermanos. Ahora soy más grande, tengo diecinueve años. El padre F. está sentado en el sillón. Habla sobre la caída en desgracia del Restaurador mientras mira el escote de la sirvienta. Estos unitarios son unos salvajes, unos sucios amorales, dice.
Querida, ¿dónde tiene la cabeza?, me gritó el padre F., agarrándome el mentón. Estaba frente a mí, en el pasillo que separaba las habitaciones de mis hermanos. Él olía a repollo. Yo cumplía treinta años, pero tenía la misma sensación que aquella vez. Un latido que se iba hacia abajo, se concentraba y expandía, agradable pero doloroso a la vez. Así que no me importó. Tenía que hacerlo. Sabe Dios qué hubiera pasado si tanta sangre seguía acumulándose toda ahí. Le dije que fuéramos a mi cuarto. Seguramente debe haber pensado que lo estaba poniendo a prueba, porque primero se escandalizó… artimañas del oficio. Pero cuando vio que hablaba en serio se sonrió, como sorprendido por mi repentina lujuria. Entramos a la habitación. Me dio un empujoncito hacia la cama. Me levantó el vestido y la enagua. Él se quedó con la sotana puesta.
Mientras lo tenía encima se me apareció la cara de Ladislao. Estaba recostado al lado nuestro, y sobre él, a horcajadas, lo cabalgaba Camila. Ladislao nos miraba a los dos, divertido. Ella se sonreía, pero me miraba solo a mí. Como en un sopor. Se movía lentamente, con ritmo, alternaba pausas más largas y otras más cortas, la columna se le ondeaba, elástica. Sus gemidos eran melodiosos, envolventes; los del Padre, eran jadeos grotescos. Ahora, Camila empezaba a inclinar sus senos sobre el pecho de Ladislao, para hacer los movimientos más rápidos, más intensos. Estaba ida, concentrada en ella misma, orgullosa de profanar a su hombre célibe. Y sobre mí el padre F. derramaba gotas saladas de sudor y le salían unos ruidos guturales, deformes. Él me embestía, una y otra vez, con toda su enorme humanidad. Camila se preparaba para recibir a Ladislao. Ahí viene, me dijo ella, feliz. Ahí viene, repitió, para conjurar el encuentro, en sincronía. Camila, con su mejilla pegada sobre el pecho de Ladislao, aún convulsionado, me tocó la frente y me dijo: bendito sea tu vientre. El padre F. se desplomó sobre mí, extenuado. Fue en ese momento cuando encontré la grieta en el techo. Después de unos minutos se incorporó, se limpió con la enagua de mi vestido y se acomodó el cuello. La grieta parecía estar ahí hacía mucho tiempo. Bueno querida, el deber me llama, dijo y salió de la habitación. Debía ser producto de la humedad pero quizás era el movimiento del suelo que iba debilitando las paredes.
Durante las semanas siguientes, en la botica, me dediqué a hacer un análisis de las ventas y los costos que habíamos tenido en el año, porque Carlos era terrible para los números. Si era por él sólo hubiéramos ganado centavos. Yo atendía al público por la mañana y desde el mediodía hasta el atardecer me concentraba en los libros contables. Cuando vi la ganancia me di cuenta de que no estaba nada mal, el negocio funcionaba aún mejor que cuando lo administraba mi padre. Me acordé de la grieta en mi habitación y pensé entonces en separar algunos pesos para contratar un experto que apuntalara los pilares de la casa y reforzara el techo con tirantes nuevos. Iba a tener que darle las indicaciones yo, porque era la única consciente del peligro que representaba esa grieta. A mi alrededor sólo había gente simple, que no reconocía una amenaza hasta que los golpeaba de frente. Yo podía ver más allá, era obstinada y no me rendía hasta solucionar el problema. Mi madre en cambio, nunca había podido resolver nada si no lo decidía mi padre antes. Era una mujer sumisa, siempre con la mirada en el suelo. Cuando fue lo de Camila ella tenía treinta y dos años y ya me tenía a mí y a seis de mis hermanos. Se despertaba al menos dos veces durante la noche para amamantar a los mellizos, que la drenaban como vampiros. Se levantaba a las seis de la mañana para planchar la camisa de papá. Media hora se pasaba con el cuello, para que quedara con el ángulo justo que a él le gustaba. Era ella la que lo  afeitaba también. Preparaba el desayuno para todos nosotros, de ahí al mercado y a la vuelta fregar los trapos sucios. Almorzábamos y se ponía a limpiar el polvo, que todavía no había vuelto a acumularse desde el día anterior. A la noche me imagino que el corolario era abrir las piernas para que mi padre se descargara y le hiciera otro hijo. En total fuimos nueve. Todo lo hizo mi madre en la más completa ignorancia. Sólo se daba el gusto de tomarse quince minutos por día sentada en la silla mecedora, para cantar Oh Danny boy mientras se miraba las manos ásperas y ajadas. Me daban ganas de gritarle lo cobarde que era.
Así pasó un mes. Tuvimos días pesados en la botica, siempre había clientes y con Carlos no dábamos abasto. El dinero que había ahorrado para arreglar el techo lo tuvimos que invertir para comprar más mercadería. Pero la grieta no podía quedar así. Una tarde pensaba cómo ajustar los números cuando me di cuenta de que yo tenía un atraso. Porque mi organismo era muy ordenado. Nunca  se me había alterado el período y no tenía por qué fallar ahora. Seguramente se debía al cambio de clima, había estado muchos más húmedo de lo normal y todos saben bien cómo eso altera los humores.
Dos meses más tarde, mientras luchaba contra el insomnio, con la mirada clavada en la grieta, se me cayó un pedacito de revoque en la cara. Entonces me acordé de las palabras de Camila y me toqué el vientre. Estaba tenso, levemente abultado. Como el de mi mamá, cuando me hacía tocarle su panza para sentir las patadas de mi futuro hermanito, porque decía que según cuanto pateaba se podía adivinar el sexo del bebé. En mí nada pateaba, pero me sentía invadida. Esa misma noche decidí que le aceptaría la propuesta a Carlos. Se lo dije al día siguiente, en la botica.
Con la excusa de que en el verano tendríamos mucho más trabajo, le dije a Carlos que lo más conveniente era apurar la fiesta de casamiento. Mi madre insistió con que nos casara el padre F., porque había oficiado todas las ceremonias de la familia y era él quien velaba por nuestro bienestar. En esas cosas ella era intransigente, así que era mejor resignarse. Una semana después, el 16 de septiembre, celebramos la boda. Mientras el padre F. nos leía los votos sagrados del matrimonio empecé a sentir que las tripas se me querían salir. Había tomado sin respirar el asqueroso preparado contra las náuseas matutinas, pero no sirvió de nada. Aguanté hasta dar el sí y salí corriendo hacia el baño. Los nervios, me dijo Carlos después, mientras bailábamos. Sí, claro, le respondí y le acaricié la mejilla con el revés de mis dedos. Más tarde, en la habitación de la casa de Carlos, consumamos el matrimonio. Cuando se durmió comencé a examinar el techo. Podía dibujar la grieta, con sus ramificaciones entrecortadas, como raíces sin rumbo.
Hice los cálculos para que no sospechara y al mes de casados le dije a Carlos que estaba embarazada. Nacería sietemesino, un prematuro regordete, eso le diría después. Él lo creyó como si me hubiera visto las entrañas. La noche de bodas, yo sabía, dijo, levantándome en el aire por la cintura. Durante los meses siguientes él se dedicó a atenderme y a refaccionar el cuarto para el bebé.
Una noche pegajosa de diciembre, ya de seis meses, soñé que el bebé nacía para ahogarme. Yo dormía junto a Carlos, destapada, con el camisón levantado y arrugado de tanto dar vueltas en la cama. Se me veía todo y de repente me empezaba a desangrar, pero no me daba cuenta. Entonces la criatura asomaba un brazo, después el otro y aparecía la cabeza. Así se iba arrastrando por mi panza y mi pecho hasta que con sus manos diminutas se me prendía del cuello y me ahorcaba como un hombre. Desperté transpirada, con la boca pastosa. Me levanté, me serví un vaso de agua y me senté en la cocina. Sentía que me clavaban agujas en la cintura. El estómago lo tenía en la garganta y la vejiga me explotaba. Mirá, se ve que patea, había gritado aquel día la madre de Carlos, eufórica, cuando me tocó la panza. Me imaginé el pelo, negro seguro, y las uñas. Seguro que nacería con las uñas largas.
Al día siguiente, fui a verla a mi madre, como todos los domingos. Tomamos el té y me mostró la ropa que le estaba cociendo al bebé. Ella estaba convencida de que sería varón. Le dije que estaba mareada y fui a recostarme a mi habitación de soltera. Tenía que controlar la grieta. Había empeorado, ahora se extendía en varias direcciones, impredecible. Cuando salí fui directo a la botica, para revisar las cuentas y ver de dónde podía sacar algo de dinero para arreglar el techo, al menos para los materiales. El local era un desorden. Carlos era muy desprolijo, siempre dejaba los frascos en lugares distintos y así era imposible encontrarlos rápido. Había que revisar uno por uno. No sé cómo los clientes soportaban esperar tanto. Pero igual lo querían a Carlos, porque siempre les aconsejaba cómo aplicarse el ungüento o cuál era la mejor forma para bajar la fiebre de los bebés. Sabía mucho sobre bebés. Él tendría que curar al nuestro cuando enfermara. Lo mejor sería que yo me hiciera cargo de la botica y él se ocupara de la criatura. Porque él tenía el instinto familiar, en cambio yo era mucho más despierta para los negocios. Mi papá me había enseñado bien. Fue uno de los primeros en abrir una droguería, por eso se había ganado el reconocimiento y la admiración de todos. Además era muy lúcido, siempre tenía algún preparado original. Había venido de Irlanda para escapar de la pobreza, decidido a progresar. Y me enseñó que cuando se tiene en claro el objetivo hay que ser obstinado, abandonar todos los pasatiempos frívolos y no escuchar concejos de los que viven por inercia, decía. Cuando cumplí diez años me dijo que tenía que empezar a ayudarlo en el negocio. Me acuerdo muy bien ese día, porque yo estaba lustrando los muebles y cuando lo escuché tiré la franela y fui corriendo a cambiarme. Mi mamá se enfureció, no paró de gritar que mi lugar estaba al lado de ella, que mi deber era ayudarla y aprender a llevar adelante una familia. Fue la única vez que se atrevió a gritarle a mi papá. Él le respondió que como yo era la primogénita me correspondía formarme para administrar el negocio familiar. Cuando estábamos por salir para ir a la botica, mi mamá me lanzó una mirada resentida. Nunca me lo perdonó, aunque yo la seguí ayudando a preparar la cena y los domingos limpiaba.
No pude soportar ver mi botica en esas condiciones. Las cosas debían ubicarse según la demanda y no se podían dejar las sustancias peligrosas en cualquier lado. Como ese frasco que olía a almendras. Cuando era chica mi papá me decía que jamás debía agarrarlo así que él lo ponía siempre en el estante de arriba de todo. Ahora Carlos lo había dejado en el mostrador. Era tan descuidado. Así que me puse a ordenar todo, incluso el depósito. La panza me estorbaba terriblemente y a cada rato debía sentarme porque se me hinchaban los tobillos. Pero terminé rápido, me sobraba tiempo para pensar en los números. Si era necesario aumentaríamos todos los precios, pero esa grieta debía arreglarse.
Cuatro meses después, el domingo de ramos, cuando ya estaba de nueve meses, fuimos con Carlos a la misa de las siete de la tarde. El padre F. exhortó a perdonar a quienes nos ofenden. Después dijo algo sobre la vida virtuosa en familia y el milagro de la concepción. Llamó entonces a tomar el cuerpo de Cristo. Cuando estuve frente a él me miro el vientre redondeado. Tomó la hostia, la acercó a mi boca y antes de colocarla sobre mi lengua me rozó el labio inferior. Ese día, antes de acostarnos, le pregunté a Carlos si había visto la grieta. ¿Qué grieta?, me preguntó extrañado. En mi cuarto está, le dije, no para de estirarse. No creo que sea para tanto, me dijo riéndose. Que hombre tan necio, no valía la pena pedirle ayuda. A la mañana Carlos salió más temprano, para buscar la cuna que había terminado el carpintero. Ahora la grieta seguro que llegaba hasta la ventana. Me serví un vaso con agua. Hay algunas superficiales pero ésta era persistente, decidida a horadarlo todo. Eché el polvo y mezclé bien. Era incoloro, pero olía a almendras dulces. Cuando la calle vibraba cada pequeño temblor hacía que los cimientos se tambalearan y ahí la grieta aprovechaba para abrirse paso. Lo tomé en cinco largos sorbos. Me recosté en la cama. La grieta fue bajando por las paredes y con un calambre llegó hasta el piso. Vinieron más calambres, la grieta recortó un círculo alrededor mío y me fui cayendo, hasta que se cerró sobre mí.









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