domingo, 24 de noviembre de 2013

La bolilla de la pasión

En el Bingo Belgrano Lidia y Ernesto tachan números frenéticamente. Uno al lado del otro, todavía no hablaron. Lidia dejó el cortado a medio tomar y Ernesto le entra al whisky en las rocas. Entre los dos suman seguramente casi ciento sesenta años. El tiene un chaleco de pescador y una colita de pelo blanco finito como hilo. Ella usa los labios delineados con un color más oscuro que el rouge y una permanente en rojo furioso. Es una mala racha para los dos en un sábado insulso. Ernesto pide tres cartones, ella solo uno. Sus manos se chocan cuando van a agarrarlos y una pequeña descarga eléctrica les recorre los dedos. Se miran asustados, después se relajan y sueltan una carcajada. En la siguiente jugada el bolillero parece girar más rápido y los números se alinean en patrones extraños. 
Los cartones de Ernesto y Lidia se van oscureciendo al unísono. Sale el sesenta y siete, seis siete, y Ernesto canta línea. Han cantado línea! anuncia la locutora. Lidia lo felicita con un golpecito en la espalda. La sucesión imparable de bolillas abruma a sus vecinos de mesa pero no a ellos.
Ya salieron cuarenta números y nadie cantó Bingo. A Lidia le faltan el trece, el treinta y cinco y el noventa y dos. Le dice bajito a Ernesto: si gano te invito a tomar algo. Ernesto acepta con los ojos chispeantes. Ahora le falta solo el noventa y dos y a Lidia le sudan las manos. El fibrón le amaga ansioso pero lo contiene cuando sale el noventa y tres. En eso un crack interrumpe a la locutora y una bolilla desquiciada se dispara al aire. Se escurre entre los brazos de la asistente, rebota en un peluquín y empieza a rodar por el piso. Desde todas las mesas siguen el derrotero del número atrevido. Hasta que Lidia lo detiene con la punta de su zapato Lonté. Lo levanta a la vista de todos y grita Bingo! Salta y grita desaforada, corriendo hacia los jueces, es el 92, tengo cartón lleno, bingo, bingo!!!
El murmullo comienza a contagiarse viejo a viejo, mesa a mesa y en segundos se arma un revuelo fenomenal. Una masa de jubilados indignados se abalanza sobre el podio para quejarse. Lidia va segura hacia la caja, ignorando las miradas envidiosas, y cobra $712. Vuelve hacia la mesa, agarra su abrigo y le dice a Ernesto: vamos? Los ojos del viejo canchero parecen dos huevos fritos. Si, sí, claro, le contesta y se levanta diligente. Detrás de ellos la multitud complota. 
Lidia sale, para un taxi y se suben los dos. Los indignados los siguen con sus autos. Lidia y Ernesto llegan a la calle Moldes y Sucre. Tocan timbre en una pequeña entrada con una fuente decorativa sin agua. La puerta de vidrio oscuro se abre. Hay gente esperando en la recepción. Un hombre les habla detrás de una ventanita polarizada. Lidia le entrega $300 del botín del bingo y agarra la llave. La habitación está en el tercer piso. Lidia le dice que se ponga cómodo mientras ella se arregla en el baño. Ernesto no entiende muy bien lo que está pasando pero su instinto se encarga de todo. Se saca el chaleco y las zapatillas. Se sienta y sintoniza la música con las perillas al costado de la cama. 
Lidia sale con un deshabillé rojo transparente, sin ropa interior. Su cuerpo es más joven que su cara. Tiene tetas modestas pero paraditas, con pezones alertas. Una cintura de avispa ceñida con un cinto de raso y un pubis a la brasilera. Camina descalza hacia él. Ernesto deja el viagra que no llegó a tomar en la mesita de luz mientras trata de recordar cuántos whiskys se mandó. 
Mientras tanto desde la recepción llega un barullo a quilombo. Los viejos vengadores entraron en malón y le exigen al de la ventanita que les diga en qué habitación está la pareja de tramposos. El de la ventanita llama al dueño, que está en una orgía en el quinto piso. 
Lidia sube la música y se sienta con las piernas abiertas sobre Ernesto. Le inspecciona la cara, le tira de la colita con fuerza y le recorre la jeta con la lengua. Comienza a montarlo como un padrillo a una yegua desprevenida. La resistencia de sus cuádriceps es tan admirable como el vigor de Ernesto. La cama chilla, ocultando el griterío de abajo. La turba se escabulle y empiezan una pesquisa cuarto por cuarto. Para cuando llegan al segundo piso Ernesto se aproxima al apogeo. El cabello de Lidia pareciera alargarse y enredarse alrededor de los brazos y las piernas del hombre y su piel se hace más tersa y brillante.
La comitiva de ancianos logra entrar en la habitación de al lado y escuchan el quejido de los resortes. Ernesto se contrae en un calambre de placer que inunda las entrañas de Lidia, rejuveneciendo su útero, su estómago, sus pulmones de fumadora empedernida. Ernesto abre los ojos desconcertados por el éxtasis. Siente como su carne se marchita y su piel se pega cada vez más a los huesos. Cuando cae de espaldas sobre el colchón la puerta se abre y entran los diez viejos, el de la recepción y el dueño del hotel, con el látigo que se trajo de la fiesta. El viejo cadavérico yace con los pantalones por las rodillas. La ventana está abierta de par en par y el deshabillé rojo vuela a lo lejos.


viernes, 8 de noviembre de 2013

Sinforoso

Déjoles la letra de una canción que aguarda paciente su melodía, si la Srita. Sativa se digna a componerla...

En caída libre
arrebatado vas
tus garfios afilados
cortan el viento

Nooo, nooo, carancho, no
en los ojos del muerto
no confíes no

Te chamuyó la carroña
con zarpazo traicionero
tan gallito que eras
ahora sos fiera de feria
y te llaman Sinforoso
persiguiendo alpargatas
sos mascota de gurises

Nooo, nooo, carancho, no
en los ojos del muerto
con confíes no