domingo, 4 de febrero de 2018

Semillas voladoras

A las nueve de un domingo despertó y las cigarras lo condenaron a despegarse los ojos lagañosos. Yo, que siempre fui amo de las profundidades de sueños con lamparones y sábanas chivadas, ahora soy un viejo madrugador más, pensó. Salió al balcón, colocó un par de almohadones mullidos en la silla de metal y se sentó en pelotas, de culo a la calle. Apoyó los pies en la banqueta y encendió el troncho que había quedado de anoche. Como siempre, se le incendió un poco pero pudo apagarlo con gracia, total de abajo nadie lo veía. Sus labios abrazados al filtro absorbieron la historia y las entrañas de la maría se encendieron rojo vivamente rojo solo para morir inevitablemente en cenizas al ritmo de la luz cenizas que penden de un hilo
                                                      etéreas.

El dolor que tenía clavado en su cuello entumecido se fue disipando sin que se diera cuenta y por primera vez se sintió Kalanchoe. Creciendo desde una semilla galopante del viento decidí detenerme en la cornisa de su balcón. Entre el óxido de la reja cuadriculada y la cal descascarada, sin más tierra que el polvo acumulado. Ya soy cinco hojitas gordas y puntudas que gritan al vacío YO SOY KALANCHOE. 
El rojo aparece y desaparece tras la ceniza grisácea ennegrecida, como un juego de luces enmarañadamente escandalosas. Así vuelvo a ser Kalanchoe, sigo creciendo con un tronco cada vez más grueso y suculentas hojas cóncavas con cascabeles adornándome y me estremezco en un estornudo liberador de obscenidades que eyaculan mil semillas al vientre del viento. Volamos por la ciudad un domingo tempranísimo fisgoneando balcones olvidados. 

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