Mientras espera que cambie el semáforo en la
esquina de Vicente López y Junín Alejandro se gira sutilmente y corrobora lo
que temía. Por la vereda contraria, a una media cuadra más o menos, su mujer se
intenta esconder detrás de un poste de luz. Seguramente lo sigue desde que
salió de su casa. Decide entonces un brusco cambio de planes para salvar su
pellejo en peligro. En vez de seguir por Vicente López y doblar en Azcuénaga
hasta el edificio número 1978, dobla a la derecha por Junín. Sin apurar el paso
se cruza de vereda, chusmea la entrada de la Iglesia del Pilar – la misma que lo
escuchara decir “sí, quiero” aquel invierno de 1980 – y entra, como un turista
más, en el cementerio. Se detiene un momento en el cartel señalizador que
indica la ubicación de los panteones y toma el pasillo central. Pispea por
encima de su hombro y alcanza a ver todavía la melena pelirroja de Silvina, su
cornuda cónyuge. Cuando llega al Cristo central toma el pasillo diagonal que
sale hacia la izquierda, corre algunos metros, dobla a la derecha, salta por la
puerta rota y se mete en la cripta de su familia. Se esconde en el hueco entre
los cajones y la puerta que todavía estaba entera y contiene la respiración. Se
escuchan pasos que se detienen por unos segundos y retoman la marcha. Recién
ahí Alejandro respira aliviado.
Seguro de haberla evadido, sale del hueco y se
para en el medio de la bóveda. Recuerda que la última vez que visitó a los
finados fue hace unos cinco años, cuando llevó a un tasador para ver por cuanto
podía llegar a vender el espacio. Si no se equivocaba, el de arriba a la
izquierda era el jonca de Hermenegildo, su abuelo. El pobre había muerto con el
hígado del tamaño de una pelota, por la cirrosis. De sus setenta años había
pasado cincuenta tomando como un condenado. Bastante había aguantado, después
de todo. Debajo de él, como debe ser, estaba su abuela Rosa, esposa de
Hermenegildo. Según los rumores ocultos de la familia, esparcidos por su
resentida prima Marta, Rosa había sido en su juventud una mujer de dudosas
costumbres, muy hermosa, que trabajaba en un prostíbulo regenteado por el mismo
Hermenegildo. Él estaba perdidamente enamorado de ella desde que la había llevado desde Entre Ríos a trabajar
al puterío. Así fue que después de un par de años se decidió a enfrentar a su
familia y se casó con la puta, como la llamó siempre su madre Angélica. Al
rememorar esta picante historia Alejandro recuerda que tenía que llamar a
Graciela, para avisarle del imprevisto.
El teléfono suena apenas una vez y se escucha la
voz preocupada de Graciela:
-
Hola,
Alejandro?
-
Si Grace,
soy yo. Estoy en el cementerio de la Recoleta, en la cripta de mi familia. No
preguntes, venite para acá que después te cuento.
-
Queeé?
Bueno… bueno, ya salgo para allá. Cómo se cuál es?
-
Fijate en
el cartel de la entrada.
-
Bueno,
besitos!
-
Chau
A los veinte minutos Graciela asoma su cabeza
por el hueco de la puerta. Alejandro la sujeta con fuerza por debajo de los
hombros y la mete en la cripta. Ella grita aterrada temblando entre sus brazos.
Calmaaaáte nena!, le dice él para reconfortarla, no querías probar nuevas
experiencias?. Graciela cede ante los besos fogosos de Alejandro, que le
acaricia el cabello con una mano mientras le envuelve la cintura con la otra.
Pero qué fue lo que pasó? Por qué estás acá?, le pregunta intrigada. Nada,
Silvina me estaba siguiendo así que me metí acá para perderla. Pero igual
pudimos encontrarnos, viste?. Acá tenemos un silencio de tumba, jaja, le dice
mientras le mete la mano por debajo de la remera. Enceguecido por la calentura
Alejandro la levanta y la sienta sobre la tumba central, entre una urna negra y
otra celeste. Con el movimiento se caen los paños ennegrecidos que las cubrían.
Cuidado, Alejandro!, le grita Graciela sobresaltada, que se van a caer las
urnas. Tranquila, no creo que mis bisabuelos se enojen. Si el viejo me decía
siempre “si podes hacerlo, hacelo donde sea pibe” le responde orgulloso.
Por
suerte Graciela tiene puesta una pollera sin medias así que a Alejandro no le
resulta nada difícil acceder a la fortaleza. Tras los primeros embates ella se
va relajando y pronto se olvida de que se encontraban rodeados de cadáveres. No
más de algunos minutos dura el primer round, tal era la inflamación de los
sentidos del amante. Se sientan entonces enfrentados, con sus espaldas apoyadas
sobre los féretros. Alejandro saca un atado de Marlboro, agarra el último
cigarrillo que queda y le da a ella un paquete nuevo. Mientras fuman, Graciela lo
toma de la mano y le pregunta sobre su vida: el último torneo de tenis que
ganó, la noche de póker con sus amigos, el yate que compró la semana pasada. Después
del entretiempo, el semental ya se siente con fuerzas para arremeter
nuevamente. Son varias las turbulentas acometidas y después de cada una viene
el religioso cigarrillo como corolario vicioso, hasta acabar un paquete entero.
Estaba por finiquitar el asunto por séptima vez
cuando Alejandro escucha gritar a una guía turística que el cementerio está por
cerrar. Alicaído, abandona el juego. Antes de que pudiera abrocharse, Graciela
le toma la cara con sus dos manos y le pregunta: La vas a dejar no? Mirá que ya
compré la cama King Size como me pediste. Claro mi amor, esta semana la dejo,
pase lo que pase, le responde él con su sonrisa ganadora.
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