domingo, 9 de septiembre de 2012

Polvo para el recuerdo





Mientras espera que cambie el semáforo en la esquina de Vicente López y Junín Alejandro se gira sutilmente y corrobora lo que temía. Por la vereda contraria, a una media cuadra más o menos, su mujer se intenta esconder detrás de un poste de luz. Seguramente lo sigue desde que salió de su casa. Decide entonces un brusco cambio de planes para salvar su pellejo en peligro. En vez de seguir por Vicente López y doblar en Azcuénaga hasta el edificio número 1978, dobla a la derecha por Junín. Sin apurar el paso se cruza de vereda, chusmea la entrada de la Iglesia del Pilar – la misma que lo escuchara decir “sí, quiero” aquel invierno de 1980 – y entra, como un turista más, en el cementerio. Se detiene un momento en el cartel señalizador que indica la ubicación de los panteones y toma el pasillo central. Pispea por encima de su hombro y alcanza a ver todavía la melena pelirroja de Silvina, su cornuda cónyuge. Cuando llega al Cristo central toma el pasillo diagonal que sale hacia la izquierda, corre algunos metros, dobla a la derecha, salta por la puerta rota y se mete en la cripta de su familia. Se esconde en el hueco entre los cajones y la puerta que todavía estaba entera y contiene la respiración. Se escuchan pasos que se detienen por unos segundos y retoman la marcha. Recién ahí Alejandro respira aliviado. 

Seguro de haberla evadido, sale del hueco y se para en el medio de la bóveda. Recuerda que la última vez que visitó a los finados fue hace unos cinco años, cuando llevó a un tasador para ver por cuanto podía llegar a vender el espacio. Si no se equivocaba, el de arriba a la izquierda era el jonca de Hermenegildo, su abuelo. El pobre había muerto con el hígado del tamaño de una pelota, por la cirrosis. De sus setenta años había pasado cincuenta tomando como un condenado. Bastante había aguantado, después de todo. Debajo de él, como debe ser, estaba su abuela Rosa, esposa de Hermenegildo. Según los rumores ocultos de la familia, esparcidos por su resentida prima Marta, Rosa había sido en su juventud una mujer de dudosas costumbres, muy hermosa, que trabajaba en un prostíbulo regenteado por el mismo Hermenegildo. Él estaba perdidamente enamorado de ella desde  que la había llevado desde Entre Ríos a trabajar al puterío. Así fue que después de un par de años se decidió a enfrentar a su familia y se casó con la puta, como la llamó siempre su madre Angélica. Al rememorar esta picante historia Alejandro recuerda que tenía que llamar a Graciela, para avisarle del imprevisto.
El teléfono suena apenas una vez y se escucha la voz preocupada de Graciela:
-          Hola, Alejandro?
-          Si Grace, soy yo. Estoy en el cementerio de la Recoleta, en la cripta de mi familia. No preguntes, venite para acá que después te cuento.
-          Queeé? Bueno… bueno, ya salgo para allá. Cómo se cuál es?
-          Fijate en el cartel de la entrada.
-          Bueno, besitos!
-          Chau

A los veinte minutos Graciela asoma su cabeza por el hueco de la puerta. Alejandro la sujeta con fuerza por debajo de los hombros y la mete en la cripta. Ella grita aterrada temblando entre sus brazos. Calmaaaáte nena!, le dice él para reconfortarla, no querías probar nuevas experiencias?. Graciela cede ante los besos fogosos de Alejandro, que le acaricia el cabello con una mano mientras le envuelve la cintura con la otra. Pero qué fue lo que pasó? Por qué estás acá?, le pregunta intrigada. Nada, Silvina me estaba siguiendo así que me metí acá para perderla. Pero igual pudimos encontrarnos, viste?. Acá tenemos un silencio de tumba, jaja, le dice mientras le mete la mano por debajo de la remera. Enceguecido por la calentura Alejandro la levanta y la sienta sobre la tumba central, entre una urna negra y otra celeste. Con el movimiento se caen los paños ennegrecidos que las cubrían. Cuidado, Alejandro!, le grita Graciela sobresaltada, que se van a caer las urnas. Tranquila, no creo que mis bisabuelos se enojen. Si el viejo me decía siempre “si podes hacerlo, hacelo donde sea pibe” le responde orgulloso. 

Por suerte Graciela tiene puesta una pollera sin medias así que a Alejandro no le resulta nada difícil acceder a la fortaleza. Tras los primeros embates ella se va relajando y pronto se olvida de que se encontraban rodeados de cadáveres. No más de algunos minutos dura el primer round, tal era la inflamación de los sentidos del amante. Se sientan entonces enfrentados, con sus espaldas apoyadas sobre los féretros. Alejandro saca un atado de Marlboro, agarra el último cigarrillo que queda y le da a ella un paquete nuevo. Mientras fuman, Graciela lo toma de la mano y le pregunta sobre su vida: el último torneo de tenis que ganó, la noche de póker con sus amigos, el yate que compró la semana pasada. Después del entretiempo, el semental ya se siente con fuerzas para arremeter nuevamente. Son varias las turbulentas acometidas y después de cada una viene el religioso cigarrillo como corolario vicioso, hasta acabar un paquete entero.

Estaba por finiquitar el asunto por séptima vez cuando Alejandro escucha gritar a una guía turística que el cementerio está por cerrar. Alicaído, abandona el juego. Antes de que pudiera abrocharse, Graciela le toma la cara con sus dos manos y le pregunta: La vas a dejar no? Mirá que ya compré la cama King Size como me pediste. Claro mi amor, esta semana la dejo, pase lo que pase, le responde él con su sonrisa ganadora.

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