Cuando Bárbara vio que Néstor subía el tobogán al
revés supo que no iba a aburrirse durante los próximos años. Con las zapatillas
de suela de goma como freno, sostenido con las dos manos por el borde de plástico,
su hijo mira a la nena que espera su turno para
deslizarse, sentada en la cima. La perfecta niña rubiecita, de unos seis años, se ríe a carcajadas
porque espera verlo resbalar en cualquier momento. Él, de apenas tres años,
sigue su escalada, calculando con precisión donde coloca cada pie, sin apurarse
ni dejarse importunar por los griteríos de la fila que se va engrosando en la
escalera. La nena entiende finalmente que no es una payasada más y arranca a
patalear repiqueteando sus sandalias de Violetta contra el tobogán, lanzándole
enervantes agudos al intruso. Desde el banco Bárbara los observa, medita sobre
las repercusiones que una pelea de enanos tendría en sus padres sobreprotectores
y anticipa la densidad de sus quejas. Como el grupo de madres utilísima está
entretenido elogiando el vestido nuevo de la pechugona, decide estirar un poco
la intervención, apostando a la diplomacia infantil.
Llegado frente a la niña gritona Néstor se prende
de la baranda con la mano izquierda y con el índice derecho comienza a
escarbarse la nariz. Se saca una bolita de moco amarillento, la redondea con
esmero, la examina y se la pega en el cachete a la nena. La pequeña caprichosa enmudece
por el asco. En cámara lenta su boca se abre en una amplia O, sus ojitos se
achinan y su glotis inicia un vibrato chillón al son de un llanto mezclado de
mamases y acusaciones incomprensibles. Bárbara comprende que la diplomacia ha
fracasado una vez más pero desearía poder seguir observándolos sin delatarse.
Respira hondo para disimular la risa y con toda la parsimonia camina hacia el
tobogán. Cuando llega, ya la madre de la niña acongojada está levantándola de
la cintura mientras intenta entender qué le hizo quién. Otras dos nenas
mellizas y un gordito de rulos escapan despavoridos por temor a recibir un
impacto de moco. Quedan solo una nena y un nene más grandes que le explican a Bárbara la razón de la turbulencia. Néstor, desde lo alto del tobogán, les grita
a sus compañeros de juego: ¡Vengan! Los nenes se miran unos segundos, se ríen
sin razón aparente y corren rodeándola a Bárbara, hacia la parte delantera, a
subir por la bajada.
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