A la altura de
la estación Palermo de la línea D a Liliana se le metió una mosca por el
escote. En realidad no llegó a darse cuenta de si se trataba de una mosca o de
una de esas hormigas voladoras no muy habilidosas con el aleteo. Lo
primero que pensó fue que el insecto encontraría por sí solo la vía de escape,
por donde había entrado, pero no pudo estar más equivocada. Sintió entonces el
despuntar del pánico. Atinó a meter su mano bruscamente en su pecho para
ventilar la remera y sólo logró quedarse prácticamente en tetas. Ya hacía
varios días que había dejado de usar corpiño. Miró avergonzada al hombre gris que
la había estado observando un rato antes. Como se imaginaba, él se había
percatado de la embarazosa situación. Liliana no pudo evitar reírse de sí misma
y desatar una lucha frenética contra la mosca.
Esa mañana había suspendido a todos los pacientes
por tiempo indefinido. Problemas personales, alegó. El hipocondriaco y el
suicida eterno se enojaron. Le gritaron que estaba haciendo abandono de persona,
que la iban a denunciar. Ella les dijo que los derivaría a un colega de
confianza, les cortó y apagó su celular.
Por su
esternón bajaba un cosquilleo de patas minúsculas que dibujaban un recorrido
desorientado. Aún con una sonrisa incómoda, Liliana intentaba espantar al bicho
abanicándose espástica bajo la remera. Miró de nuevo al hombre gris. Era Raúl,
el gerente con ataques de pánico, que la escrutaba con malicia. ¿No te parece
un poco exagerada la reacción?, le dijo él. Ella asintió descolocada. Él se
puso los lentes y sacó un pequeño anotador de su portafolio.
Estaba
aprisionada entre un gordo con sobretodo y una mujer con una nena hiperactiva
sentada sobre ella. La claustrofobia amenazaba. El hormigueo se convirtió en un
picor constante que se acercaba peligrosamente a su axila. Por acto reflejo,
levantó el codo izquierdo, como aleteo de gallina, y golpeó al hombre de
sobretodo. Debía estar abstraído en algún mail de trabajo, porque nunca levantó
la vista de su Blackberry. Seguís teniendo problemas para reconocer cuando
agredís al otro, ¿te das cuenta?, le preguntó Esther, el ama de casa con
delirios místicos, que estaba sentada en la otra punta del vagón. Estuvo a
punto de responderle que no era cierto, pero se detuvo a tiempo. El sudor era
inminente. Cada roce del insecto aceleraba la formación de pequeñas gotas. Ya
podía oler el tufo nervioso que se difundía en olas expansivas por los
movimientos histéricos, que sólo lograban que la mosca se internara más y más.
Cuando la
sintió justo en su axila sus nervios se crisparon. Recordaba demasiado bien
aquel documental
de National Geographic que mostraba, en algún país de
África, personas colonizadas por insectos que aprovechaban las heridas para
instalar sus asentamientos mugrosos y poner cientos de huevos. Al convertirse
en larvas se alimentaban de la carne podrida que nunca lograba cicatrizar.
Recordó también que en el trabajo anterior una vez tuvo que buscar cómo se
denominaba científicamente esa asquerosidad, para ponerlo en el informe social
de una familia que vivía en situación de calle. Una de las nenas de la pareja
en cuestión tenía literalmente un agujero en la cabeza, con pequeños puntos
blancos. “La niña presenta una miasis avanzada que evidencia malas condiciones
de higiene y negligencia de los padres”, había informado a su supervisora.
Ahora Liliana
no se reía más de ella misma ni de nada. Solo la relajaba un poco estirarse las
pielcitas del labio inferior hasta arrancar a las muy malditas. Aunque era
consciente de que la mosca ya debía haber escapado o muerto ahogada en
transpiración, estaba tan sugestionada que no podía dejar de sentir los
microscópicos movimientos del pobre bicho errante.
Alguien le
tiró una cajita de Beldent. Debe ser la vendedora ambulante que sube siempre en
Scalabrini Ortiz, pensó. Cuando vuelva a pasar le va a decir que no puede andar
tirándole chicles a la gente. Pero si mastica uno quizás se olvida de la mosca
insidiosa. Sacó diez pesos de la billetera. La mujer parada al lado de la
puerta estiró la mano y le dijo que mejor se los de a ella los diez pesos, que
le puede leer las líneas de las manos y lo blanco del ojo, todo por el mismo
precio. Era la gitana que le derivó su colega y ex marido, como parte de la
división de bienes. ¡No seas maleducada!, le respondió Liliana entre dientes.
La mujer con la nena hiperactiva, sentada a su derecha, la miró ofendida y le
dijo que se metiera en sus asuntos, que su hija estaba muy bien educada. Le
siguió hablando sobre modales pero para Liliana era una blablabla en segundo
plano, la banda sonora del documental sobre la mosca africana. Apretó fuerte el
brazo izquierdo contra sus costillas para atraparla en su axila inundada,
conteniendo la respiración durante doce segundos. Cuando se empezó a marear
aflojó los músculos.
Nada, nada,
na...pica! Exasperada, tomó una decisión límite. Comenzó a revolver su mochila,
sacando libros y cuadernos que tiraba sin pensar en el regazo del hombre de
sobretodo, y finalmente sacó un desodorante Impulse. Lo miró con sonrisa
victoriosa y se echó una larga y vaporosa perfumada debajo de la remera. No
sentía más el cosquilleo. Esperó unos segundos para asegurarse y seguía sin
sentirlo. Con los ojos resecos, pero contenta, notó las miradas de los
pasajeros. Observó a Raúl y Esther como policías de la Inquisición, y aún conforme
de sí misma, guardó las cosas desparramadas, se arregló la ropa, y esperó que
el subte llegara a la estación Facultad de Medicina, para internarse en la
clínica neuropsiquiátrica.
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